ÉRASE UNA VEZ UN BOSQUE tan subido de tono que todo el mundo lo conocía como el Bosque Encantado o Bosque de la Pasión.
En tiempos remotos había sido un bosque encantado como tantos otros, uno de esos lugares concebidos a la medida de los cuentos de hadas, habitados por reyes melancólicos, princesas dormilonas, pálidas doncellas, príncipes negros y azules, brujas con verrugas, hermanitos perdidos, animales parlanchines, madrastras malvadas, ogros cascarrabias, lobos feroces, cazadores inoportunos, enanitos libidinosos, gatos con botas, sastrecillos valientes, hadas cursilonas, leñadores miserables, pájaros de oro, hermanastras bigotudas…, en fin, un repertorio inagotable de criaturas fantásticas procedentes de las más remotas tradiciones.
Al pasear por el Bosque Encantado, uno se cruzaba con palacios majestuosos, lóbregas madrigueras, colonias de setas unifamiliares, carrozas de ensueño, humildes chozas y, por supuesto, casitas de pan y azúcar. Había que andar con mucho tiento para no molestar a la bruja de turno, so peligro de verse convertido en sapo, como tantos donceles incautos.
La vida transcurría sin sobresaltos en el Bosque Encantado. Sus moradores seguían representando los viejos cuentos de antaño. Historias donde las dos virtudes más premiadas eran la inocencia y la ambición. Al final, el personaje más ambicioso siempre terminaba desposando a la doncella más inocente, heredando riquezas y trono, eran felices comiendo perdices y colorín, colorado, ese cuento se había acabado… hasta la siguiente presentación.
Llegó un día en el que todo aquello, por repetido y previsible, perdía mordiente. Originariamente no era así. El Bosque Encantado nació como lugar lleno de peligros y sorpresas. Los protagonistas debían enfrentarse apruebas muy duras e imprevisibles. Los cuentos no tenían un final cantado. Estaban llenos de episodios y detalles realmente gruesos. A la madrastra de Blancanieves no le bastaba un asesinato por encargo. Digna émula de Aníbal el Caníbal soñaba con zamparse el hígado y los pulmones de la infeliz criatura. Cenicienta no se conformaba con derrotar y humillar a sus hermanas llevándolas como damas en su boda. Al principio de la ceremonia unas palomas le sacaban un ojo a cada una. Al salir de la iglesia le sacaban el otro. La rutina y la civilización se ocupaban de pulir tales salvajadas. En la época que nos ocupa, el Bosque Encantado estaba en trance de convertirse en un lugar acaramelado.
Un buen día, la Urraca y la Raposa discutían como de costumbre en el linde del Bosque, cuando divisaron a lo lejos una criatura monstruosa que se acercaba hacia ellos a velocidad endiablada. Era una especie de jinete o centauro rodante que bufaba como cien caballos. A su paso dejaba una estela de humo negruzco, como salido de las calderas del mismo infierno. Espantadas, la Urraca y la Raposa se ocultaron como pudieron.
El intruso pasó como una exhalación muy cerca de ellos y se perdió en el interior del Bosque. Se protegía la cabeza con un yelmo extraño. La cabalgadura mecánica constaba de dos cuerpos: uno dedos ruedas que soportaba al jinete y otro de tres ruedas más pequeñas en forma de huevo, cargado hasta los topes de fardos y paquetes. Al avanzar producía unos chirridos metálicos escalofriantes.
La alarma se extendió como un reguero de pólvora por el Bosque Encantado. Decenas de ojos agazapados en la espesura espiaban el paso del intruso. Aturdidos y temerosos, los habitantes del Bosque se hacían cruces para que no se detuviera en sus dominios. Ajeno por completo al espanto que producía, el misterioso visitante enfiló un angosto sendero en dirección al corazón del mismo Bosque. La vegetación era cada vez mas frondosa, las ramas de los árboles formaban una malla tan tupida que los rayos del sol apenas lograban penetrarla. El día empezaba a declinar, cuando del diabólico artilugio surgió, como por ensalmo, un potente cañón de luz.
Al llegar a un arrollo el intruso se detuvo. Descabalgó junto a un roble milenario y, al quitarse el yelmo, los habitantes del Bosque comprobaron con estupor que se trataba de una mujer. Con asombrosa diligencia empezó a instalar un campamento. A los pocos minutos, había levantado una tienda y encendido una fogata donde calentó la cena. Luego se introdujo en un saco de un tejido desconocido y brillante, como un capullo de seda, y unos suaves ronquidos anunciaron que dormía plácidamente.
Un silencio sepulcral cargado de negros presagios se adueñó del Bosque Encantado. A distancia prudencial, los moradores se reunieron en asamblea. Se aventuraron las hipótesis más descabelladas. Mercenaria de las estrellas. Agente de algún rey enemigo. Embajadora del legendario país de las Amazonas. Comando Disney. Espejismo colectivo provocado por algún mago poderoso _quizá Merlín_ con ganas de guasa. El Sastrecillo Valiente se ofreció para hacer prisionera a la intrusa mientras dormía. La Bruja Piruja anunció que prepararía sus hechizos más poderosos. El Príncipe Azul insinuó que podría cortejar a la desconocida siempre y cuando su seguridad quedara garantizada. Ahí les dolía. Se enfrentaban a un poder desconocido, pero de tal calibre, por lo que habían visto, que nadie confiaba en las propias fuerzas. Y eso incluía la acción directa, la vía mágica y las artes de seducción. El Monarca Melancólico decidió que lo más prudente sería no hacer nada y esperar acontecimientos. Todos le aplaudieron.
La primera claridad del alba despertó a la forastera. Tras zambullirse en el arroyo como Dios la trajo al mundo empezó a desplegar una actividad desbordante. Con sumo cuidado deshizo cada uno de los fardos extrayendo de ellos instrumentos y utensilios extraordinarios. Ampollas, globos y botes de vidrio. Muchos de ellos protegidos por caperuzas metálicas; trípodes y armazones que se desplegaban como por ensalmo; recipientes, cajas, cacharros de todas las formas y colores; bobinas de tejido, rollos de cordel, aparatos ópticos, herramientas desconocidas…Al finalizar la jornada, el pequeño campamento se había transformado en un fantástico laboratorio que haría palidecer de envidia al más ducho de los alquimistas.
Las criaturas del Bosque, apostadas en la espesura, seguían el espectáculo con progresiva fascinación. El despliegue de tantos ingenios y maravillas las mantenía sumidas en un estado de anonadamiento colectivo. De repente cuando la oscuridad se cernía sobre ellos, todos aquellos globos de vidrio se encendieron a la vez. Varios haces de luz de una intensidad nunca vista se dirigieron hacia los árboles y matorrales donde se ocultaban. Mientras tanto, la forastera, con un extraño aparato que le cubría la cara. Parecía dispararles rayos invisibles. Al susto inicial siguió una desbandada frenética. A la abuela de Caperucita le dio un soponcio de aquí te espero. La madrastra de Blancanieves, presa de la histeria, chillaba como una endemoniada. Los tres cerditos, paralizados por el pánico, a punto estuvieron de ahogarse en sus propias lágrimas. La Lechuza, con todas sus alas chamuscadas, se topaba con todos los obstáculos que le salían al paso. El Rey Melancólico, con las vestiduras recogidas a la altura de la cintura, corría como un zombi, mascullando una y otra vez ”¡Rayos y centellas! ¡Rayos y centellas!”. En fin, aquella fue una noche dantesca para los habitantes del Bosque Encantado. SE cerraron en sus cubiles bajo cuatro candados, seguros de que había llegado su hora.
Al día siguiente volvió a salir el sol y el temido cataclismo no se había producido. Las criaturas del Bosque fueron abandonando poco apoco sus refugios, algo avergonzadas del amedrentamiento general de la víspera. Lucía un día soleado y risueño, uno de esos días en que la naturaleza parece más pródiga y generosa que nunca. Lo primero que llamó la atención eran unos llamativos pasquines pegados sobre el tronco de numerosos árboles. Llenos de curiosidad se arremolinaron en torno a ellos. El encabezamiento y el texto se repetía: “CONCHA PRADA, ESTUDIO DE FOTOGRAFÏA”, y luego unas sencillas explicaciones sobre una técnica revolucionaria capaz de recrear la imagen del mundo y de los seres que lo habitan. Cada uno estaba ilustrado con una imagen diferente. En ellas pudieron reconocerse casi todos. Los presuntos espías habían sido cazados en poses no siempre airosas, algunas bastante cómicas. Cada uno empezó a reírse de las imágenes de los otros y todos terminaron divirtiéndose mucho. Aquello, en cualquier caso, era algo muy distinto a las pinturas o miniaturas iluminadas que conocían. Pronto, todas las criaturas del Bosque Encantado se declararon fervientes partidarias de la Fotografía, deseosas de ver su imagen así reflejada, pero luciendo sus mejores galas.
La fotógrafa dejó de ser tratada como una intrusa peligrosa, para convertirse en huésped de honor. El Monarca Melancólico le ofreció nombrarla Fotógrafa Oficial de la Corte, pero ella rechazó amablemente el cargo, al tiempo que anunciaba su intención de trabajar con entera libertad y no someterse a caprichos particulares. “Tiempos vendrán _ proclamó_ en que todas vuestras bodas y bautizos, vuestros uniformes y condecoraciones, serán recogidos para la posteridad en placa fotográfica. Pero a mi, personalmente no me interesan los retratos de los individuos particulares, los diferentes caracteres que se reflejan en cada uno de vuestros rostros. Quiero penetrar en la esencia común, en el secreto de vuestros linajes, vuestros fantasmas y mitos. Para ello trataré las imágenes como sea conveniente. Que nadie se llame a engaño. La fotografía es una aventura y yo no soy más que una aventurera”.
La Ratita Presumida se puso tan pesada que fue la primera en plantarse ante la cámara, pero la fotógrafa se negó a hacerle el coqueto retrato por el que ella suspiraba. Tampoco parecía impresionada por el primoroso saloncito de su casa, que relucía como los chorros del oro. La obligó a posar en el patio, barriendo y de espaldas. Para colmo la tomó en ángulo inclinado, dejando su cabeza fuera de plano, fijándose sobre todo en la escoba y en el gran lazo de su cola. Herida en su amor propio, la Ratita Presumida se convirtió en la primera detractora de la Fotografía en el Bosque Encantado. Las siguientes víctimas fueron los jóvenes príncipes. Mimados por la Fortuna, guinda de todos los finales, barbilindos, presumidos, al principio se prestaron de mil amores a seguir las indicaciones de la Fotógrafa. “No es a través de la Pintura que la Fotografía entronca con el Arte_ explicaba ella_, es a través del Teatro”[1]. Y ellos, dale que te dale, espadín por allí, trotecito por acá, sacando plumas y ensayando caracoles. El resultado los presentaba como petimetres vanidosos y ridículos, despojados de sus cabezas de chorlito. Humillados y furiosos, pasaron a engrosar el bando de los enemigos jurados de la Fotógrafa.
La intención de esta al decapitar a los modelos era realzar otros atributos, físicos y simbólicos, incluso exagerarlos hasta el ridículo. Contra el melindre, la pantomima, el simulacro. Más que invertir el sentido de los cuentos, trataba de abrirlos, introducir nuevos desarrollos y peripecias, trastocar los papeles, recuperar la emoción y la incertidumbre de los finales. Aquellas fotografías indignaban a unos, escandalizaban a otros, turbaban a la mayoría, suscitaban interrogantes. En ellas, había desfachatez y pasión. La fotógrafa no había dudado en cargar las tintas, recalentar las atmósferas, violentar las luces, forzar las perspectivas, provocar. Cuando Blancanieves se dejó fotografiar con el corpiño abierto y los senos al aire, a muchas criaturas del Bosque Encantado empezó a hervirles la sangre.
“Los niños_ explicaba la Fotógrafa_ sienten algo que no pueden decir. ¡Les gusta que el Lobo y Caperucita estén en la cama!” No es raro que el lobo Feroz fuera uno de sus partidarios más entusiastas. Estaba hasta los hocicos de terminar siempre con el vientre cosido, relleno de piedras, y en el fondo de un pozo. Él, como tantos otros malos oficiales, inocentes por obligación, chicas sumisas y antipáticos de oficio, estaban seriamente interesados en modificar las reglas del juego. El día que Caperucita Roja salió de casa cantando aquello de “Devóoooorame otra vez”, fue señal inequívoca de que el Bosque Encantado tenía los días contados. Empezaba una nueva historia, la historia del Bosque Encendido o Bosque de la Pasión.
“Hay una cosa que diferencia el cuento infantil de la Historia_ escribió Jarry en un breve y sabroso ensayo titulado Los Cuentos de la Historia_. El cuento comienza siempre así: Había una vez…Había, porque no hay más: la reina ha muerto…A menos que_¡Viva la reina!_El cuento comience. La Historia recomienza siempre el cuento y para ella hay siempre dos veces: El buen Príncipe Negro sucede siempre al malvado Rey Ogro…y se transforma en Ogro II u Ogro Mil. Entonces los súbditos del reino imploran a las hadas y a los valientes soldados para que ayuden lo más rápido posible al advenimiento del Ogro Mil y Uno”.
Quizás Jarry tenga razón, quizá la historia de los hombres esté fatalmente condenada a repetirse, como los cuentos de hadas, abocados ambos a un mismo final feliz y monstruoso. Esto no niega la existencia en todas las épocas de personas dispuestas a rebelarse contra el destino. La rebelión siempre ha sido y será una tentación hermosa y suprema. La realidad es una pesadilla de los virtuosos. Lo virtual nunca es virtuoso. La utopía es el sueño de los insomnes. Qué importa que las cosas sean como son, cuando hay quien puede imaginarlas como nunca fueron y contagiarnos de esa fascinación. La aventura de Concha Prada, fotógrafa del Bosque Encantado, es otro brillante episodio en esa otra historia sumergida o mosaico de historias imaginarias discordantes, utópicas, maravillosas impracticables, alucinadas. Un ejemplo de cómo en el Mundo de la Tentación los incendios nunca se apagan, los bosques no se queman, la Historia no se escribe, los cuentos nunca acaban, la rebelión no cesa.
Quico Rivas (1993)